La tercera opción era que Edward me amaba. El vínculo establecido entre nosotros dos era de los que ni la ausencia ni la distancia ni el tiempo podían romper, y no importaba que él pudiera ser más especial, guapo, brillante o perfecto que yo, él estaba tan irremediablemente atado como yo, y si yo le iba a pertenecer siempre, eso significaba que él siempre iba a ser mío. ¿Era eso lo que había estado intentado decirme a mí misma? —¿Bella? ¿En qué consiste tu epifanía...? —me preguntó con voz tensa. —Tú me amas —dije maravillada. La sensación de convicción y certeza me invadió. Aunque la ansiedad continuó presente en sus ojos, la sonrisa torcida que más me gustaba se extendió por su rostro. —Con todo mi ser. Mi corazón se hinchó de tal modo que estuvo a punto de romperme las costillas. Ocupó mi pecho por completo y me obstruyó la garganta dejándome sin habla. Me quería de verdad igual que yo a él, para siempre. Me tomó el rostro entre sus manos heladas y me besó hasta que sentí tal vértigo que el bosque empezó a dar vueltas. Entonces, inclinó su frente sobre la mía y supe que yo no era la única que respiraba más agitadamente de lo normal. —¿Sabes? Se te da mejor que a mí —me dijo. —¿El qué? Sobrevivir. Al menos, tú lo intentaste. Te levantabas por las mañanas, procurabas llevar una vida normal por el bien de Charlie, y seguiste tu camino. Yo era un completo inútil cuando no estaba rastreando. No podía estar cerca de mi familia ni de nadie más. Me avergüenza admitir que me acurrucaba y dejaba que el sufrimiento se apoderara de mí.

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